Soledad Morillo Belloso
Caracas, 12 de diciembre, 2022
A Arnaldo le di todo. Y le daría mi vida. Pero la vida no es transferible.
Dejo, «a quien pueda interesar», unas reflexiones antes de entrar en silencio, como los submarinos cuando están en peligro de ataque.
Cuando le diagnosticaron el cáncer, a pesar del pánico que nos abrumó, decidimos luchar con todo. Fueron meses mucho más espantosos de lo que algunos puedan creer. Una batalla sin tregua.
Él fue un valiente. No se rindió. Y sí, que conste en acta: él venció el cáncer, demostrando que sí se puede. Un triunfo de la ciencia, de sus médicos, terapistas y enfermeros. Pero, sobre todo, una victoria de un hombre con temple y que tiene el alma llena del más insigne coraje. Él es un ejemplo para pacientes, cuidadores y profesionales de la salud.
Yo amo a Arnaldo. Lo amo y lo quiero. No hay en esto que siento por él ese pleito de amar y querer que tan bien describió en hermosos versos Andrés Eloy Blanco. Lo amo y lo quiero. Con mi alma, mi mente y mi cuerpo. Y, además, lo admiro. Nosotros tenemos pasado y presente. No somos una coincidencia de tiempo y espacio. Construimos una vida en común. No fue nunca fácil. Él no es fácil y yo tampoco. Para nada conformistas. Empecinados siempre en cada día aprender algo. Negados a la simplonería.
Estoy triste. El está triste. No puede ser de otro modo. En todos estos años, las pocas veces que no dormimos juntos nos escribíamos: «te extraño».
Sí, la nuestra es una historia de amor. Con peso específico y sustancia. La viviría otra vez. No tengo ni la menor idea de cómo respirar sin él. No puedo armar un adiós.
Se apaga. Y yo me apago.