Marbella Díaz Wever
“Margarita es una lágrima,
Que un querubín derramó,
Y al caer en hondo piélago,
En perla se convirtió “.
(Inocente Carreño).
El Almirante Cristóbal Colón llegó a Margarita, el 15 de agosto de 1498, en su tercer viaje, cuando divisó tres islas pequeñas, bajas y áridas (Margarita, Coche y Cubagua).
Quien escribe estas líneas descubrió y sintió esa región insular desde el vientre materno.
El ombligo de mi padre quedó enterrado en Santa Isabel-La Asunción donde nació envuelto en una atarraya de algas y caracolas.
Sus teteros eran de aceite de pescado razón de su longevidad y lúcida memoria.
Dios lo tenga en la Gloria.
No fue amamantado por las Tetas de María Guevara pero sí por una abuela margariteña rajada que amaba hacer las arepas del tamaño del budare.
Margarita, Paraguachoa o “El Aisla” era el Disney de mi niñez, una isla mágica, cuando nuestra moneda era tan fuerte que daba para disfrutar la estadía, la comida, visitar el Fortín de Santiago de la Caranta, La Restinga, el antiguo restaurante Chez David, El Yaque, los monumentos históricos, comprar ropa, lencería, perfumes en Don Lolo y una fugaz visita al Canodromo para ver correr los hermosos ejemplares de galgos y oír los gritos: … «¡ahí viene la liebre!».
Las vacaciones transcurrieron navegando en los distintos Ferrys que funcionaban en el país rico en petróleo, hierro, bauxita, diamante y oro, desde Puerto La Cruz hasta Punta de Piedras, preeminencia infantil cuando en alta mar el deleite era el baile de los delfines imaginando algún día divisar una sirena en la lejanía donde el azul del mar se funde con el azul del cielo.
¡Qué importaba el olor a combustible que nos mareaba, el ruido de los motores o las cinco horas de travesía, si el destino era el refugio de las perlas y la morada de la Virgen del Valle!.
Así era Venezuela, un país productivo que disfruté durante mi niñez como la isla de Margarita, verdadero paraíso, lugar de esplendorosos castillos, donde cada visitante podía escuchar el relato de infantiles labios para ganarse un medio, un real o un bolívar.
Comer empanadas de cazón en el Mercado de Conejero o en la Plaza de La Fuente era un deleite turístico ni hablar del parguito frito con tostones y ensalada rallada o las mejores langostas con tenazas en el restaurante de Dorina ubicado en la Playa El Tirano donde complacían el paladar de mi padre por la histórica amistad de ambas familias.
A decir verdad, Margarita era más sabrosa llegarle por Ferry, tiempo después en las lanchas voladoras para disfrutar nuestro Caribe porque ir en avión aunque acortaba la distancia no permitía vivir el ensueño infantil mágico y se perdía la película de ver a los chamos nadadores buscadores de monedas cuando los carros enfilados comenzaban a ingresar al abrirse la boca de la embarcación.
Los oriundos margariteños o viejos navegados como mi padre fueron brújula y guías con olor a salitre que no asimilaron el aislamiento de la isla, quizás hoy con Cien Años de Soledad en la célebre Porlamar, punto de encuentro y goce cuando el Puerto Libre llegó al máximo apogeo, la zona “in” y selecta de muchos venezolanos.
Margarita fue el “ta’ barato dame dos”.
El Puerto Libre para comprar los mejores licores o queso amarillo de bola.
Recordar el Hotel Concorde, Bella Vista, la Ave. 4 de Mayo con sus grandes anuncios iluminados, la Santiago Mariño lugar de las tiendas de marcas con las mejores prendas de vestir hasta llegar a la plaza Bolivar donde muchos árabes tenían negocios de telas, perlas y electrodomésticos.
Entrar a la Media Naranja era un punto de referencia por su buena ubicación y encontrarnos a Isa Dobles, ecuación perfecta de distinción y clase.
¿Qué pasó con la vida de los pescadores?
¿Con los negocios de la Santiago Mariño?
¿El Mercado de Conejero?
¿Con tanta historia autóctona que es símbolo margariteño?
El Aisla derrama lágrimas, añora el turismo, el polo margariteño, la actividad comercial, el movimiento de los vuelos y la flota marítima.
Margarita es mucho más que Playa El Agua, Playa Parguito o Los Ranchos de Chana.
Margarita es la Perla del Caribe y para los que crecimos yendo y viniendo es contemplar el Cerro de Matasiete y Guayamurí, el cerro Copey, ver los atardeceres en Juan Griego, escuchar el fuerte oleaje de la Playa de Manzanillo y el acento neoespartano, visitar la iglesia del Cristo del Buen Viaje en Pampatar o la iglesia de San Nicolás de Bari en Porlamar.
Que Vallita no permita que El Aísla se hunda.
Queremos seguir disfrutando del mejor ají dulce de Venezuela, escuchar los galerones y hacer de la prisión de Luisa Cáceres Arismendi el destino obligado de la gente de mar.
“Dedicado a mis ancestros margariteños”.
Marbella Díaz Wever
Licda. Educación/Orientadora
Locutora UCV-Escritora