Marbella Díaz Wever
La vida en Masparro transcurre como dice la canción de Rubén Blades “Plantación Adentro Camará, es donde se dice la verdad”, o como Simon Díaz la alegraba bajo la “Tonada del Cabrestero” o la ”Tonada de Luna Llena”.
El llano occidental venezolano es un cielo abierto donde ríos, llanuras, sabanas y montañas se mezclan para dar colorido a un majestuoso lienzo que sólo la mano de Dios puede representar, mientras en la región central de nuestro amado país, los habitantes se preocupan por un horario de trabajo, de compartir en familia, de redes sociales, de poseer la última tecnología, de tener efectivo para pagar las busetas, de cumplir con los cánones sociales, de surfear las dificultades y de la rutina que conlleva el estrés del día a día.
La vida en Masparro (edo. Barinas), como en otros lugares llaneros del país, se vive con sabor a infortunio y desdicha ante la inimaginable escasez de los servicios básicos que trastocan el afán por la subsistencia, chapoteando el lodo y arando la tierra.
Esta es la historia del señor Dennis Contreras González, quien sin conocerlo personalmente, los cuentos de su hija Dharma inspiraron en mi imaginación su trajinar diario en el oculto y desconocido llano.
Una aventura de vida, parecida a la de algunos, sobre todo a la de aquellos que pasan inadvertidos ante tantas penurias sin poderle poner un joropo para suavizar el vacío existencial.
Para llegar al caserío donde el señor Contreras pasa los 365 días al año, hay que tomar una chalana en Bruzual, ciudad del edo. Apure, bañada por uno de los afluentes más importantes del Llano Venezolano, recorrer dos horas la inmensidad del río Masparro para desembarcar a la buena de Dios, atando la canoa y pegando brincos para cuidarse de los caimanes.
Una mañana en Masparro, por la medida chiquita, es levantarse cerca de las 4:00 am, ordeñar las vacas, darle de comer a los caballos, cochinos, gallinas, pollos, atender el maute (padrote), estar pendiente que los pájaros no se coman la yuca y el maíz que siembra, barrer con rastrillo el patio de su particular vivienda, pues sin ventanas, ni puertas ni paredes sólo con techo de zinc y una cocina rudimentaria a punta de leña, es el hogar de los sueños de la familia Contreras.
La electricidad brilla por su ausencia, el agua es del rio, y la comida es la caza o pesca diaria.
Don Contreras se dedica a hacer el queso casi a diario, prensarlo en el cincho por tres días y luego meterlo en salmuera, hasta que pueda llenar el pipote para venderlo en Bruzual, lugar donde los comerciantes expenden los ganados, cochinos, queso y todos los productos de su magno esfuerzo.
Los únicos alimentos que guarda son los no perecederos, debiendo a veces abrir un hueco en el monte para que los animales no se los coman porque no hay nevera ni despensa.
El trabajo es arduo, no hay reloj, ni tic tac que detenga la faena y, cuando al estómago le pega el hambre quizás se pesque una cachama, una tonina, un bagre negro, un babo, unos chorroscos, o se deba matar unas palomas, unos chácharos, un chigüire, un venado, una iguana, un rabipelado, un galápago o un mono para acompañarlo con cachapa, arepa, plátano, topocho, arroz o yuca.
Se vive de lo que se siembra y cosecha, no hay menú ni exquisiteces. No hay tv, ni noticias, quizás alguna música criolla se escucha a lo lejos en un radio de pila.
Es la tierra la que da el maná, la que grita, la que llora y pide auxilio.
Otras familias lugareñas de ese “asentamiento o aldea” se brindan apoyo en medio de tanta calamidad. Cuando llegan las lluvias, el cielo se aclara aún en la oscuridad y el silencio cobra vida, todos parecieran enterrarse pero realmente se enrollan en sus hamacas y bajan sus mosquiteros atados a los palos del tinglado. Los zancudos hacen su agosto y los bachacos montando una ramita abren un camino hasta su propia cueva.
No hay escuelas, los niños con las caras llenas de mango aprenden las letras entre el barro, el charco y el pantano.
Tampoco hay sanitarios ni baños, se corre al monte, cuidando de no rodearse de hojas de pingamosa o de coloraitos y garrapatas, prestando atención a cualquier sonido de todo aquello que se arrastre pues es hábitat de culebras y en las noches cada quien debe agarrar su lata.
Así transcurren las horas, los días, los meses, los años y siempre en cada amanecer, el señor Contreras González le dice a la vida: “aquí voy otra vez”.
Despierto y me doy cuenta que Masparro es mi Macondo imaginario, que quizás algún día conoceré.