El trastorno depresivo persistente, mejor conocido como la distimia es una enfermedad de la que pocos hablan y que expertos hoy en la actualidad se les dificulta diagnosticar, debido a que sus síntomas frecuentemente se asocian con rasgos de la personalidad.
Ana Bacovis sintió los primeros síntomas de distimia, en su preadolescencia. A los 13 años sufría de baja autoestima, tenía problemas con sus relaciones sociales y empezó a tener una visión oscura de la vida.
«Me veía como una persona muy realista, pero en realidad era pesimista. La gente acaba cayendo en una situación en la que se siente eso como normal», dice esta comunicadora y servidora pública.
Sus padres tardaron un tiempo en darse cuenta de que el comportamiento de su hija era inusual. Los picos de ira e irritabilidad que tuvo fueron los indicios para que Ana buscara ayuda.
«Tenemos una visión distorsionada de la depresión. Yo tenía momentos de alegría, picos muy altos de euforia. Luego eso se acababa y venía la tristeza», recuerda.
Qué es la distimia
El trastorno depresivo persistente es una forma crónica de depresión y puede comenzar en la niñez o en la adolescencia, antes de los 21 años. La distimia afecta aproximadamente al 6 % de la población mundial, según la Organización Mundial de la Salud (OMS).
La principal diferencia entre la distimia y el tipo clásico de depresión es que, en el que nos ocupa, la persona puede ser funcional y realizar sus actividades con normalidad. Sin embargo, trabajar, estudiar y otras acciones cotidianas son un poco más difíciles de hacer.
«Se pueden hacer las actividades pero con un costo mayor en la rutina y una productividad reducida debido a los síntomas. La persona es funcional, pero a costa de un mayor esfuerzo», explica Márcia Haag, psiquiatra y profesora de la Universidad Positivo de Curitiba.
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