Por Marbella Díaz Wever
En el año 1991, el profesor titular universitario de la UC, Miguel Acosta Porras, psicólogo, escribió un pequeño fascículo “La Revolución de los Angustiados”, donde plasma su aventura de vivir, equivocarse, corregir, aprender, pero sobre todo compartir lo siguiente: ‘Todos los seres humanos sentimos miedos, tristezas y dolor, pero en muchos momentos la capacidad de sentir se dispersa de nuestro ser porque nos dejamos inocular por las creencias o lamentaciones del mundo exterior’”.
Toda mujer trae en sus genes el “instinto maternal” aunque no llegue a procrear, pero las mujeres que se convierten en madres biológicas, en el fondo han sentido la necesidad de concebir porque anhelan un afecto que le asigne sentido a su vida, un ser que se convierta en “incondicional” y que siempre esté allí para ella producto de la maternidad, lactancia, cuido y educación.
Erich Fromm, decía: “La capacidad materna para amar se ve limitada o distorsionada en que mamá tiene la necesidad de satisfacer antiguas carencias de amor y aceptación reales”. Mamá es el resultado de ese proceso de mutilaciones, negaciones, rechazos y violencia que llamamos educación o crianza familiar, y que tiene por objetivo, lograr que todo ser se adapte y aprenda a vivir con sus semejantes.
Allá, en la vida intrauterina, en el inocente amor que se establece entre el óvulo y la esperma se inicia la instauración de las creencias que bañan las células del nuevo ser, siendo el aventajado proceso de socialización que combinan la herencia y la epigenética.
El cordón umbilical es el puente de comunicación física, emocional y social entre madre y feto, cuando la ciencia desune el cordón umbilical de la conexión materna comienza el primer proceso de separación y de hipotético abandono, por lo que cada uno deberá resolver y enfrentar singularmente la “primera ruptura” afectiva.
Cita el autor: “Después de la separación los contactos se restablecen en cierta medida mediante: el olor, los sonidos, el aseo, el calor y la lactancia. El niño graba en su inconsciente una pérdida, aislamiento y abandono de su madre, viviendo una soledad casi parecida al marasmo o la muerte”.
De allí en adelante, el niño aprenderá que el contacto de dependencia con mamá está diversificado cumpliendo con normas y obligaciones, y la experiencia corporal entre ambos será una comunicación verbal.
Las palabras se convertirán en el medio que sustituye progresivamente al real contacto con el mundo. La primera impronta enfática será: “ESTATE QUIETO”.
A propósito de este mandato, el niño aprenderá a controlarse, discrimina que moverse, expresarse y tomar contacto directo con el mundo, angustian a la madre; mientras que su obediencia, tranquilidad o parálisis física, la satisfacen.
Te visto bonito (a) pero no te ensucies, te llevo a la fiesta de cumpleaños pero no corras, te llevo al parque pero no brinques, juega pero no riegues, te llevo a la playa pero no te llenes de arena, te comes todo o no juegas, en la mesa no se habla ni se suenan los cubiertos, no digas mentira porque PapaDios castiga, no hagas ruido que despiertas a tu padre, no seas miedoso, no pintes en los muebles porque se ensucian, no te rías tan fuerte que te dolerá la barriga, no comas con la boca abierta porque entrará una mosca, los niños varones no lloran, con llorar no logras nada, no hables gritado porque las paredes escuchan, en pocas palabras la cultura del NO se impone como lo decía el psiquiatra venezolano, Fernando Rísquez. El profesor Miguel Acosta, apunta: “Mamá y papá, se convierten en enemigos eficaces del movimiento infantil, arrinconando al niño, invitándolo a que se parezca a nosotros o nos imite”.
Ante esta ametralladora de prohibiciones parentales, el niño crecerá con temor, se esconderá, fingirá ser quien no es para obtener aceptación. El desprecio propio se inicia valorando el mundo superfluo.
Regulamos la conducta de nuestros hijos para bien y para mal, somos sus primeros espejos, abogados y verdugos, el niño suprimirá sus emociones y buscará canalizarlas de otra manera, en pocas palabras el niño vivirá sin impulsos emocionales, rígido, atiborrado de almidón, sin manera de expresar sus sentimientos, divorciado de la realidad y bajo un supuesta “tranquilidad controlada”.
Finalmente, y como bien lo señala el autor: “Los mensajes parentales estarán impresos de desconfianza y alerta roja: 1) Nadie te querrá como nosotros; 2) Abre los ojos, no seas ingenuo; 3) Deseamos lo mejor para ti, los extraños no”.
El amor se traducirá en miedo y muy probable en dolor. “El niño es educado para no sentir y no logra entender.
1) Le quitan su identidad, fustigándolo a parecerse como mamá y papá, siguiendo sus pasos.
2) Le quitan la posibilidad de sentir y expresarse.
3) Le inculcan que se cuide y viva alerta de todo y de todos.
4) Se le acusa de ser un desconfiado, tenso y paranoide”.
La Revolución de los Angustiados, es un mensaje a replantearnos nuestras creencias, a sanar nuestras heridas, a darnos cuenta que nos querrán si nos portamos bien, pero es un grito o incisión a “darnos cuenta” que nos han criado bajo esquemas de ignorar los propios sentimientos y la terrible desesperanza de no ser nunca queridos, tal como muchas veces hemos llegado a ser o hemos venido a ser.
El próximo mandato será: “Piensa bien antes de hacer las cosas”, o sea, una angustia perenne que acompañará tu existencia.
Finalmente, debemos retomar la vida intrauterina como punto de partida para el análisis de nuestra realidad existencial.